En los últimos cuatro meses, los argentinos dejamos de mirar al dólar. La inflación pasó a un segundo plano y todo el escenario, producto de la pandemia del coronavirus, se tiñó de pesos. La emisión monetaria ha sido una costumbre y se sostendrá porque es el único recurso que le queda al Estado para el proceso de reconstrucción de la economía. La asistencia financiera del Estado ha sido necesaria, no sólo para sostener los ingresos de un vasto sector de la sociedad más vulnerable a la crisis, a través del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), sino también para sostener uno de los costos fijos más preocupantes para cualquier empresa: el capital de trabajo. Esto fue posible gracias al Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP). Pero nada es gratis en economía. Naturalmente, como se viene señalando, el sector público necesitará de un acuerdo con empresarios, industriales, sindicalistas y también de la oposición para sortear un difícil escenario que se le avecina a la actividad económica.
La Argentina ha demostrado que se puede salir de la profundidad, aún con rebote, como sucedió en 2003, tras la debacle de fines de 2001, con un Producto Bruto Interno (PBI) que, en 2002, cayó 10,9%. Es probable que ese indicador se repita este año y, como ayer, las consecuencias se observan no sólo en el cierre de plantas o comercios, sino también en un incremento de índices sensibles como la desocupación (al primer trimestre cerró en 13,1% en el Gran Tucumán-Tafí Viejo) o como la pobreza (el último dato disponible para el distrito es de un 37,3% al cierre de 2019. Del desempleo se espera que los datos al cierre del primer semestre registren un incremento; paralela y consecuentemente, el nivel de pobreza también aumentará, incluso hasta llegar a afectar a cerca del 50% de la población, tomando como referencia para el cálculo el nivel de ingresos del grupo familiar. De allí la necesidad del Gobierno por fomentar políticas públicas de obras a lo largo de los próximos dos años. Sin embargo, el proceso de reconstrucción del país requiere un intangible que la Argentina ha perdido hace tiempo: la confianza. En ese proceso, la renegociación de la deuda es de vital importancia. Los mercados (entendido como los inversores que apuestan su capital a economías que honran sus deudas) esperan más que un gesto político de la gestión del presidente Alberto Fernández. Un mecanismo de pago que le garantice que, aún prolongando plazos, el país pagará el endeudamiento que emitió. A partir de eso se abren otras perspectivas para las provincias, incluida Tucumán, más allá de que no tenga su deuda pública dolarizada. ¿Por qué? La respuesta es sencilla: ser sujeto de crédito para financiamiento de organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o el Banco Mundial (BM).
La Argentina viene de tres años de recesión. Hoy se observa un rebote económico, un leve repunte de la actividad, gracias a que varias economías provinciales han salido del confinamiento. Pero la reconstrucción integral del tejido productivo demandará no menos de dos años, según las evaluaciones preliminares que se hacen en el Gobierno y en el sector privado.
Más allá de los cepos vigentes, gran parte de los agentes económicos dolarizaron sus carteras. Pero aquellos que no pudieron hacerlo se enfrentan a un problema que es estructural, si se toma en cuenta que en los últimos 10 años se ubicó por arriba del 20% anual: la inflación. La cuarentena funcionó como política antiinflacionaria, aunque de manera poco tradicional y deseable: tras más de dos años, la suba de precios perforó el 2% mensual en abril y mayo, señaló un reciente reporte de la consultora Ecolatina. En mayo, no obstante, ya se evidenció un reajuste del Índice de Precios al Consumidor (IPC) que, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), se ubicó en un 2,2% hasta junio. Así, el primer semestre del año cerró con una variación al alza del 13,6%. En el caso de Tucumán, el IPC se incrementó en junio por debajo del promedio nacional (1,7%), alcanzando al 13,68% para el período enero-junio y al 40,63% en la comparación interanual.
La inflación se está desperezando. Pese a la caída del consumo durante el mes pasado (4,1%), las expectativas sobre precios -de percepción cualitativa, no de magnitud- van en aumento, según las encuestas cualitativas de comercio durante la emergencia sanitaria, difundidas por el Indec. Mientras que en mayo el 62,5% de los supermercados relevados declaró que esperaban que los precios promedio de venta aumentaran al mes siguiente, en junio ese porcentaje se elevó al 76,3%.
Por ahora no se observan mayores presiones por el lado de los precios regulados, es decir, el vinculado con los servicios, tomando en cuenta el alto endeudamiento de la sociedad en período pandémico. Las paritarias, a su vez, aún no se activaron al ritmo de un año calendario normal. Hubo una suerte de acuerdo tácito para preservar el empleo a cambio de un sostenimiento del gasto en personal. Nadie sabe cuánto tiempo y cómo se sostendrá este escenario. Por eso es que se requiere una política antiinflacionaria que sostenga el nivel de precios al consumidor.
Lo mismos indicadores oficiales muestran que el precio de los alimentos sigue en ascenso. En principio, las presiones inflacionarias vendrían por el lado monetario. Lo peor que le puede pasar a la economía nuestra de cada día es que los precios se sigan alimentando en base a la cotización paralela del dólar. A esa historia ya la vimos. Y sabemos de sus consecuencias.